Hace muchos, muchos años, en una tribu mapuche, una joven pareja se enamoró. Fuerte Quintral y la bella Amancay vivían un esplendoroso amor, pero de pronto una misteriosa enfermedad lo marchitaba, día tras día.
Amancay, desesperada por ver a su amor al borde de la muerte, acudió a consultar a un famoso curandero de la región, quien, tras mucha insistencia, le contó el secreto para salvar la vida de Quintral.
Era necesario hacer té con una flor rara, que solo crecía en las cimas de las montañas heladas, donde ni el guerrero más valiente se atrevería a escalar. Pero el amor de Amancay le dio más coraje que un ejército y la llenó de fuerza y esperanza.
La joven enamorada corrió hacia la cascada y comenzó su ascenso al pico más alto. El sudor, incluso en el intenso frío, se mezclaba con sus lágrimas. Recordó los besos de su amado y le pidió al cielo que no lo dejara ir.
Finalmente Amancay llegó a la cima de la montaña y encontró la flor descrita por el curandero: tallos verdes largos y delgados, pétalos de un amarillo vibrante. Casi tan vibrante como la sonrisa de Amancay mientras arrancaba la flor.
Sin embargo, antes de que pudiera celebrar su logro, apareció un cóndor gigante que le dijo con voz aterradora:
«¿Qué crees que estás haciendo en mi territorio?» ¿Quién te dio permiso para llevarte mi flor?
Amancay sintió un escalofrío en la espalda, pero recordó lo enfermo que estaba Quintral, se armó de valor nuevamente y le contestó al gran pájaro:
— ¡Ave majestuosa, te saludo! Estoy tomando esta flor para hacer té, con el fin de salvar la vida de mi amado prometido.